lunes, 3 de marzo de 2008

Noticia de la lluvia

Los asturianos somos seres, ya lo he dicho en alguna ocasión, que reflexionan sobre el agua; sobre la ausencia de la necesaria lluvia, últimamente, que ya no damos crédito a ese cielo azul y despejado que, desde hace meses, permanece imperturbable sin condescender, salvo rara ocasión, a un tímido orbayu. Somos seres que reflexionaban sobre el agua, mejor sería decir, y ahora, con los ciruelos en flor en este febrero de primavera adelantada, nos conmueven preocupaciones antiguas y desoladas. La imagen bíblica del Diluvio Universal, aquella decisión divina de anegar todos y cada uno de los continentes mientras Noé en su embarcación salvaba una pareja de cada especie animal, me parece hoy una imagen deliciosa: ¿ay, si lloviera tras los cristales sin parar, convirtiendo el asfalto de la calle en un espejo negro y brillante donde se reflejase la melancolía de nuestro ser! Ahora mismo lo que me apetece es irme con la música a otra parte a la agencia de viajes más próxima y comprarme un billete a cualquier lugar donde llueva.

No llueve. Consulto, por internet, la previsión que el Instituto Nacional de Meteorología y descubro que el Hacedor, erre que erre, se empeña en que no caiga agua. El cambio climático se ha producido y este invierno nuestro, tan seco, desdibuja la tierra y nos desdibuja. Los ocres de los campos algún día, a no tardar, serán el ocre de nuestra alma. ¿Estarán planificando en la Consejería de Cultura un Museo de la Lluvia? Tal vez. Quién sabe. Sería lo más natural: desaparece la mina, y se hace un museo de la mina; desaparece la siderurgia, y se hace un museo de la siderurgia; desaparecen los vaqueiros, y se hace un museo de los vaqueiros de alzada cuando ya nadie va desde los pueblos de Valdés a las brañas de Lleitariegos. Un museo de la lluvia, bien organizado y a salvo del CO2, habría de ser algo muy útil, algo tremendamente atractivo. ¿Cuándo el paraguas que nos protegía del agua se convirtió en sombrilla? He aquí una fuente inagotable de tesis doctorales, de artículos de opinión y de costumbres extintas con datos exactos y misteriosos. A no tardar, si las cosas siguen así, habrá que explicarle a un niño en la escuela cómo se abre abre un paraguas y, sobre todo, para qué.

En ese Museo de la Lluvia, alguna dependencia vacía habrá en la Laboral, no habrá de faltar una cámara estanca donde se simulen los distintos tipos de lluvia que por aquí había: imaginen la delicia de encontrar un sitio donde el orbayu se preserve eternamente, por lo menos dos legislaturas. El maestro de orbayos, con música de Bach conveniente distorsionada y banalizada por una termo-mix acústica, dispondrá para el visitante una suave caricia húmeda por tan sólo 18 euros.
Mientras tanto pasa la vida y no llueve sino es en la memoria. Yo me refugio en los dibujos japoneses -tengo ante mí un libro de estampas, publicado por Tachnen, que me he comprado en la librería Don Quijote, de Luis Carrero- y admiro la delicadeza que pusieron los pintores de ese extremo confín para trazar con finos rasgos las patas de grulla de la lluvia. Miro este cuadro de Hiroshige, en el que capta el momento de la lluvia cayendo en el desfiladero de Utsonomiya en Okabe, y la cabeza se me va a otro sitio, más lejano. Andaba yo por las calles de la Habana Vieja, buscando en la calle Compostela el lugar donde mi bisabuelo había abierto una licorería hacía un siglo y me sacudió el contenido derrumbe de aquellas ruinas en la mirada sorprendida.

En la Plaza de Armas, donde los libreros se juntan a vender su mercancía, había podido comprobar qué cerca está aquello que la realidad nos propone lejos: basta leer bajo aquellos tilos -¿eran tilos aquellos grandes árboles?- unas prosas de Lezama para entender que este guirigay barroco es algo muy nuestro, muy cercano.

Hacia 1896 mi bisabuelo llegó a La Habana. Venía con un gran arcón lleno de nada y con un hermano que se fue a Camagüey. En el puerto, con quince años, se sentó y se puso a llorar, como en el salmo, por lo que había dejado. Aún no intuía el rumor de las calles, la costumbre de la sonrisa en el trabajo, la belleza furtiva deslizándose entre las sombras. Me dicen que buscó papel y lápiz y escribió unas letras apuntando todo lo que veía: una mezcla de miedo y expectación, algo así como la vida. Sí, fue un milagro: comenzó a llover y esa lluvia es la que echo de menos hoy en las calles, iluminadas por el sol, de Xixón.

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